Acabar con las escuelas aburridas

- Ago 7, 2010

>Buena parte de los jóvenes que desertan de las preparatorias y de la secundaria lo hacen por aburrimiento y por no encontrar ningún tipo de atractivo para el mejoramiento de su vida personal. Esto es un síntoma que revela los profundos problemas estructurales de nuestro sistema educativo.

Si nuestras prácticas docentes son aburridas, es que no se ajustan a uno de los principios didácticos más importantes: hacer que el aprendizaje sea significativo.

No es que el profesor tenga que estar contando chistes, como muchos que en la universidad lo hacen para suplir deficiencias e ineptitudes como educadores; el antídoto contra el aburrimiento no necesariamente es el gracejo, que no está mal cuando se da en un contexto formativo.

También una tarea interesante que exige alta concentración, o un problema cuya resolución puede enorgullecer a quien lo enfrenta, son armas contra el fantasma del aburrimiento. Al final de cuentas, los objetivos de aprendizaje sólo se cumplen si su enseñanza se organiza de forma significativa, es decir, con sentido para la vida del estudiante.

A una mentalidad tradicional, acostumbrada a asociar la escuela con la seriedad y hasta con la severidad, la idea le puede parecer chocante. La pedagogía del siglo XXI, sin embargo, poco a poco ha tratado de despojarse de los lastres ideológicos de los viejos estilos de enseñar, aunque estos se encuentre desgraciadamente todavía vigentes, en parte por comodidad del docente, pero también por falta de visión de las autoridades del sistema.

Un buen profesor es conciente de que debe responder a un imperativo ético, semejante al juramento hipocrático de los médicos: no importando las condiciones en que se encuentre frente a los alumnos; así dé clases en una escuela con precariedades materiales, o remontado en una destartalada aula de la sierra más desconectada de los centros urbanos, o en un auditorio de Harvard o del Tecnológico de Monterrey, el docente tiene el deber de utilizar los recursos a su alcance para que el niño, el joven o el universitario, aprenda o cumpla con los objetivos de aprendizaje sin utilizar, en ningún momento, medios coercitivos o de castigo. Se supone que está preparado para eso, del mismo modo que el médico está preparado para curar, dar primeros auxilios, utilizar recursos preventivos o paliativos donde quiera que un ser humano necesite de sus servicios de emergencia.

Puede ayudar a parir a una pasajera en un avión, o puede auxiliar a un ahogado en una playa turística, o puede estar en un quirófano bien equipado, pero en cualquier caso sabe que tiene que hacer lo correcto desde el punto de vista médico según la situación. En ambos casos, con el profesor y con el médico, los principios son de vida o muerte. La única diferencia estriba en la inmediatez de las consecuencias. Si el médico es negligente, el paciente muere o se agrava. Pero si el profesor falla, como las consecuencias no son inmediatas, puede evadir su responsabilidad, máxime si la institución educativa a la que pertenece no cuenta con procedimientos de evaluación de los resultados académicos.

Los principios didácticos son válidos para el nivel universitario, aunque los estudiantes tengan aquí un mayor grado de madurez. Como se carece de mecanismos de evaluación y auto-evaluación de resultados académicos eficaces (apenas el actual rector de la UAN, Juan López Salazar ha mostrado intención de implementarlos), yo como simple profesor recomiendo a mis alumnos, en cualquier oportunidad, que exijan a todos los profesores que sus clases no sean aburridas y los obliguen a utilizar métodos dinámicos de evaluación de los aprendizajes. Es esta, también, una manera de contribuir a la reforma educativa. Que los jóvenes no aprendan, no es culpa de ellos: es culpa del profesor y de la organización académica.

*Escritor y catedrático de la Universidad Autónoma de Nayarit

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