>A lo largo de la historia, las drogas han estado prohibidas pero no criminalizadas como en la actualidad, pues la mayor parte del tiempo el problema ha sido más moral y clasista que policiaco.
En México y en Estados Unidos se utilizó muchas veces como pretexto para la discriminación étnica y de clase. Los chinos, por ejemplo, fueron particularmente perseguidos, inclusive policialmente, por su inveterada propensión a hacer dinero mediante la promoción de sus fumaderos de opio. A causa de ello, fueron favoritos para colgarles la culpa de todos los males sociales.
El especialista en estos temas, Luis Alejandro Astorga, en su libro "Mitología del narcotraficante en México", nos informa de curiosidades históricas como la siguiente: "En San Francisco se expide un decreto (1875) que prohíbe el uso del opio en los fumaderos". La medida lleva, naturalmente, dedicatoria para los chinos.
"La Ley Federalde 1887", continúa, "prohíbe a los chinos importar opio y la de 1890 reserva para los estadounidenses el derecho de transformar el opio bruto en opio para fumar". (pág. 48).
Es decir, en aquellos remotos años, el asunto para los yanquis no era combatir, sino controlar el comercio de esta droga en su territorio, pues se trataba de ejercer una voluntad de control no exento de un fondo de racismo, escrúpulos sanitarios y discriminación de clase.
En prácticamente todos los países occidentales, incluyendo México, el tratamiento social de las drogas era por ese estilo; es decir: no existía una política sistemática, de Estado, con su correspondiente aparato policiaco y técnico-legal dedicada expresamente a perseguir, castigar, estigmatizar y exhibir a productores y comercializadores de estupefacientes. Una política de este tipo sería promovida por los poderosos empresarios puritanos y otros sectores conservadores de Estados Unidos a partir del segundo cuarto del siglo XX.
Muchos intereses y motivaciones ideológicas mojigatas había detrás de la idea de criminalizar drogas; entre ellos cabe destacar el hecho de que dichos sectores no veían con buenos ojos las estratosféricas ganancias de los traficantes obtenidas a partir de la venta de productos que les parecían inmorales y diabólicos. Evidentemente, el celo tenía más tinte de competencia económica que de sinceros deseos de contribuir al bienestar de la sociedad. "Paradójicamente, son los grandes traficantes quienes encarnan el ethos empresarial idealizado por el neoliberalismo en boga y han sido también los pioneros de la apertura comercial "moderna'", (Astorga, pág. 32).
Como casi todas las políticas de Estado, la política anti-drogas, una vez instrumentada e institucionalizada, devino, finalmente, en hipocresía y doble moral. Combatir el tráfico de drogas no le impidió, por ejemplo, al gobierno yanqui aliarse con mafiosos para propósitos muy secretos. "Para el desembarco en Sicilia (durantela segunda Guerra-mundial) el gobierno estadounidense pidió ayuda a LuckyLuciano", nada menos que el capo considerado el padre del crimen organizado.
En México, hay indicios y testimonios históricos muy sólidos de que el florecimiento del cultivo de amapola en nuestro país se debió en gran medida a un acuerdo clandestino sostenido entre el presidente Franklin Delano Roosevelt de Estados Unidos y el presidente Ávila Camacho (Astorga, pág. 63). Derivado de este acuerdo, que por supuesto no iba a plasmarse ni suscribirse en documentos, se seleccionó a una potencia agraria para el cultivo de la amapola: el estado de Sinaloa. En medio de una guerra sangrienta y global era necesario acrecentar las reservas de morfina y otros fármacos para atender a sus soldados heridos en combate. Al fin y al cabo, el gobierno y la clase política de México tenían a quien culpar sobre la conversión de Sinaloa en sociedad del narco: los chinos.
Pero antes de que esto ocurriera, a finales del siglo XIX y principios del XX, México no se sustraía al contexto de los países como Francia, Inglaterra y el propio Estados Unidos, que partían todavía de un criterio meramente moral-sanitario para tratar las drogas. Las preocupaciones que pesaban eran las de evitar los efectos directos o secundarios en niños y en adultos, debido a los riesgos de su uso médico que, entonces, era generalizado y visto como normal y necesario.
En la época porfiriana existían, a nivel de sanidad pública, como en cualquierotro país, regulaciones para el láudano, el opio y la morfina, porque se consideraba que "degeneraban la raza"; pero eso no implicaba la persecución sistemática de vendedores y consumidores en el marco de una política general antidrogas. Por supuesto, se estigmatizaba y ridiculizaba a las clases bajas que consumían marihuana, opio y pulque, pero no había problemas, en absoluto, con las clases altas que consumían sin demasiada restricción moral sus propias drogas, adquiridas sin mayores complicaciones en la botica de la esquina.
El escritor José Luis Trueba Lara, en su divertido, riguroso y documentado libro "La vida y la muerte en tiempos de la Revolución" nos da referencias de las turbas proletarias consumidoras de pulque y opio que al salir de sus chambas, antes de la caída de don Porfirio, atestaban los fumaderos y las pulquerías de la ciudad para gastar el dinero de sus jornadas acumuladas. Nos recuerda, también, la legendaria figura del lépero, aquel personaje que ejercía el respetable oficio de la vagancia, antecedente del "peladito" de Cantinflas, cuya misión en la vida era abrazar la despreocupación total, la ligereza y la alegría callejera, bebiendo pulque o fumando opio o marihuana con la feliz inocencia de los seres tocados por la gracia de Dios.
Proletarios y léperos eran estigmatizados por las clases altas, bajo los rótulos de grifos, cocorimbos y nahuales, pues se asociaba el uso de esas "drogas vulgares"con la criminalidad. Se pensaba que quien las consumía, no el que las comerciaba, podía cometer delitos bajo sus efectos."La grifa (marihuana) era patibularia. Por ello nunca faltaban los moralistas que denunciaban sus peligros", comenta José Luis Trueba, (pág. 89).
El autor nos informa también de una minoría de jóvenes de clase media y alta que, gracias a la influencia francesa del porfirismo, tuvieron contacto con e lmovimiento estético de los "poetas malditos", aquellos que buscaban la iluminación artística mediante la estimulación radical y desprejuiciada de la experiencia sensorial.
Estos jóvenes, sacrificados por el arte y la literatura,no solían hacer distinciones entre drogas para pobres y drogas para ricos, como hacían sus padres, pues agarraban parejo con tal de plasmar versos a la Rimbaud y a la Verlaine. Todas eran buenas por igual si permitían escuchar con nitidez el mensaje celestial de las musas entre las turbulencias de la percepción alterada por el aguardiente, el opio, la marihuana o los fármacos. (Como es ya de conocimiento universal, la descripción de la experiencia de Charles Baudelaire en el uso de hachís y opio quedó plasmada en "Los paraísos artificiales". Desgraciadamente, aquí en México este extraordinario libro inspiró más a jóvenes imitadores y esnobs, antes que a auténticos poetas o sinceros enamorados del arte).
Los hombres adultos de las clases ricas de México, por su parte, podían consumir sin reproches y de forma "recreativa" clorhidrato de cocaína y morfina, es decir, las drogas aristocráticas; en tanto que sus mujeres, hundidas en el apogeo del conservadurismo eclesiástico, sólo tenían la opción de conseguir efectos tranquilizantes mediante el láudano, un fármaco más o menos eficaz en el control de la "ansiedad hogareña" producida por el tedio y el enclaustramiento familiar.
En aquel entonces no había necesidad de "tiradores" o vendedores clandestinos para estos estupefacientes. Se comercializaban libremente, pues con todas las de la ley "eran producidas por la Casa Mercko y la farmacéutica francesa Poulenc Frères", según refiere José Luis Trueba, (pág. 90).
Recuérdese que la cocaína se utilizó en el siglo XIX y principios del XX para producir toda suerte de elíxires y bebidas tonificantes, entre los cuales surgió la Coca Cola, que en aquellos tiempos contenía cocaína, entre otros químicos estimulantes.
Ante estos referentes históricos, no nos queda más que recuperar la serenidad, hacer a un lado los prejuicios y debatir con seriedad sobre la posibilidad de legalizar las drogas.
* El autor es periodista, escritor y catedrático de la UAN
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