Gamboa y Chumacero, en la Recta Final

- Oct 23, 2010

>La “Recta Final” era una cantina situada por la calzada del panteón, cuyo nombre maravillaba a estos paisanos y amigos entrañables, Héctor y Alí, los escritores más grandes que ha parido nuestro terruño. Cuando coincidían en Tepic, acudían a la “Recta Final” para exaltar el humor mortuorio, ese freno natural y saludable de las vanidades de la vida.

Nadie como ellos para tomarse a la ligera su grandeza. Nadie como ellos para reírse de la seriedad; aunque, también, nadie como ellos para retroceder ante el misterio innombrable cubierto de sombras más allá de las constelaciones de la vida. Los poemas de Alí, crípticos y metafísicos contrastan con la jovialidad y el sentido del humor que mostró durante toda su vida. “De lo único que me siento orgulloso, además de ser de Acaponeta, es que no recuerdo haberme enojado alguna vez”, nos dijo en una tertulia aquí en Tepic, en casa de su sobrino Toño Chumacero. Según serios testimonios, no mentía. Y Héctor Gamboa era igual. Nunca lo vi de mal humor, ni siquiera en sus últimos días de enfermedad, en esta pesada semana que sufrimos quienes lo queríamos y admirábamos, sus amigos y, por supuesto, sus familiares, sus hijos, sus nietos.

Luego de una crisis diabética, su excelente memoria se vio menguada, al grado de olvidar hasta los nombres de algunos de sus amigos. “Tienen razón; estoy perdiendo la memoria”, dijo con un gesto de obnubilación; “ya no sé ni a quien le debo; me he olvidado de mis deudas y hasta del último mes de renta”.

Dos días antes de morir no había camas en el Hospital General, por lo que tuvo que ser atendido en una sala donde iban y venían celadores y judiciales. Era algo así como el pabellón sanitario de presuntos delincuentes heridos en recientes enfrentamientos. Abogado de profesión y lúcido pese a la enfermedad, pidió, de broma, “que le llevaran una máquina de escribir para redactar amparos a favor de los detenidos”, pues en cualquier momento “hay que aprovechar para trabajar”, dijo, sonriendo con picardía.

Para Héctor Gamboa, el poeta Alí Chumacero era como el hermano mayor, a quien amaba hasta el fanatismo y admiraba con un fervor parecido al que Baudelaire sentía hacia Edgar Allan Poe. “No le prendo velas porque soy ateo”, bromeaba Gamboa, refiriéndose a la literatura de su coterráneo. Juntos solían hacer una fiesta de bromas, de chistes improvisados y frases célebres inventados al calor del whiskie, la bebida favorita de ambos, y de los cacahuates y semillas de calabaza. A los menos talentosos sólo nos restaba escucharlos, reír, disfrutar la delicia de verlos juntos y, eso sí, beber del mismo whiskie.

Estos hermanos mayores de la literatura acordaron morirse a los doscientos años, a propósito del chiste inventado por Alí de que moriría a esa edad “apuñalado por un marido celoso”.
En realidad, creo que estos artistas del amor a la vida sí se enojaron una vez. Y se enojaron juntos en aquella aciaga ocasión en que se toparon con la novedad de que le habían quitado, a la cantina predilecta, el nombre de hondura filosófica, “La Recta Final”, por un capricho inexplicable. Nunca volvieron a poner un pie en ella. Pero ahora, en este día 22 de octubre, estos dos amigos, los genios literarios de Acaponeta, decidieron jugarnos, inesperadamente, la última broma: partir juntos hacia aquel otro mundo interrogado por la literatura, por la poesía de sus escritos, de sus poemas y de sus novelas. Pero en la recta final nos advierten, acaso, con las palabras de Maiakovski, citadas por Gamboa en uno de sus libros: “No se culpe a nadie de mi muerte y, por favor, nada de chismes. Al difunto le disgustan mucho”.

Risueños y ebrios con el vino reservado al Creador del Universo recitarán, entonces, los versos chumacerianos, en el alba eterna: “Empiezo a comprender / cómo el misterio es uno con mi sueño / cómo me abraza en desolado abrazo / incinerando voz y labios / igual que piedra hundida entre las aguas / rodando incontenible en busca de la muerte”.

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