>Si yo fuera gobernante, releería a los clásicos desde la antigüedad a la actualidad, principalmente a Dante y a Shakespeare. Sobre todo, de este último, mantendría presente su advertencia de que “es hermoso tener la fuerza de un gigante, pero es terrible usarla como un gigante”.
Si yo fuera gobernante, trataría, también, de saber qué es la inteligencia, para llegar a comprender, en toda su profundidad, la conclusión a la que ha llegado la ciencia actual sobre su difícil indagación. Trataría de entender, en este sentido, las palabras del Premio Nobel Roger Sperry, quien afirmó sabiamente, hace apenas algunas décadas, “que la función principal del cerebro no es conocer, sino guiar el comportamiento”; es decir, que en cuanto la orientación de la acción inteligente es lo decisivo en ella, debe gobernarla, en todo momento, la moral, en este caso, la moral pública.
Es claro que un comportamiento mal dirigido y engolosinado en el apetito de poder, es indecente y perverso. Por tanto, la inteligencia sin ética es un contrasentido y fuente de errores incorregibles.
Si yo fuera gobernante, aguzaría los oídos para escuchar a amigos y adversarios por igual, pues los semejantes constituyen el más claro y objetivo espejo para reflejar mis desaciertos. Todos de alguna manera intuimos que si escuchamos de mal humor, sin atención y envenenados por la suspicacia, ese espejo nos devuelve las figuras más retorcidas de nuestro propio ser; y que si escuchamos con la serenidad de quien goza el ruido de la lluvia, el estruendo del mar y las ramas agitadas por el viento en el fondo del bosque, ese espejo nos devuelve una figura iluminada por la armonía inefable que todos pretendemos.
Entendería que la verdad última, la más profunda y edificante, no es sólo una cuestión de lógica, matemáticas y abstracción, sino un encuentro genuino de los espíritus vivos que compartimos misteriosamente esta época, este espacio y este nudo de paisajes a veces dolorosos, a veces bienaventurados.
Aprendería que la verdad es revelada, instantáneamente, en ese extraño acto místico-social constituido por el diálogo abierto con los otros. Comprendería que Dios no juega a los dados, según frase de Albert Einstein, y por consiguiente, sabría que la política no se reduce a un juego idiota en un tablero de fichas manipulables.
“Con frecuencia, el poderoso no sabe lo que está haciendo, porque las cosas o las personas le ofrecen poca resistencia”, escribió el filósofo español José Antonio Marina. Atendería su advertencia al ver al que se doblega con facilidad, al que me adula con palabras enmieladas y a quienes, con su servilismo, interponen un velo espeso entre mí y la realidad, entre mi vida y las de los demás.
Escucharía con atención al que grita, al rebelde, incluso al que me ofende, pues sus palabras pueden ser un síntoma de desarreglos sociales que nadie se ha dignado en tratar de solucionar.
Trataría de ver más allá de la luz que captan mis ojos. Trataría de pensar más allá de lo que me dispensan mis neuronas, pues sé que, inclusive, un cerebro bien dotado puede hacer actuar estúpidamente a quien lo posee, pues el alto coeficiente intelectual no es plena garantía de la acción correcta.
La humildad es muchas veces la mejor consejera de la íntima conciencia de estar vivo, compartiendo un mundo con los demás. Decidiría como un rey justo, pero pensaría mis decisiones como campesino, como obrero.
Trataría de sentir el hambre del hambriento, la injusticia del que sufre, la soledad del desamparado y entendería la congoja de la madre que llora por sus hijos sin futuro. Trataría, en fin, de ser un loco, porque en estos tiempos comportarse como humano es una locura extravagante, una ofensa para el perverso, un horror para el inmoral, una estupidez para el fatuo. Eso trataría.
Pero no sé qué tratarían quienes realmente al poder pronto llegarán.
* El autor de este artículo, Salvador Mancillas, es escritor y catedrático de la UAN
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