La violencia o el terreno de lo innombrable

- Ago 8, 2011

>El ser humano es extraño. Es un animal agresivo, pero no está hecho para la guerra. En la naturaleza es normal encontrar agresión, pero no violencia efectiva, sistemática e injustificada.

Todos los animales usan la agresividad para mantener la jerarquía en el grupo, acaparar a las hembras o controlar las fuentes de alimentación. Sin embargo, la mayor parte del tiempo, el comportamiento agresivo es ritual; pocas veces se ejerce la violencia física, pues regularmente basta con las señales de amenaza o amago para obtener, del competidor, una respuesta de sumisión o de sometimiento.

Desde los trabajos pioneros de Lorenz y Tinbergen, miles de investigaciones sobre otras tantas especies han corroborado, en los últimos setenta años, la existencia normal de la agresión intraespecífica, es decir, aquella que se ejerce entre los miembros de la misma especie.

El hombre no es la excepción en este aspecto. Para mantener una civilidad de término medio, la humanidad ha tenido que construir su Leviatán, el aparato constrictor del Estado (la autoridad, las policías, etc.), las reglas de urbanidad, las señales de cortesía, (el saludo, la sonrisa, el abrazo), así como los sistemas de premio y de castigo.

Otro aspecto de este interesante fenómeno es que la agresividad se vuelve incontrolable en condiciones de sobrepoblación, cautiverio o hacinamiento. La competencia por el control del alimento, las hembras y la autoridad se acentúa, lo que da lugar al ejercicio efectivo de la violencia. Nosotros hemos hecho eso del planeta: un lugar superpoblado, hacinado y de gran competencia por los recursos. No debe extrañar que la agresión rebase los límites de lo natural.

En esas condiciones, el concepto de lucha de clases de Carlos Marx, podría ser pertinente si se toma en cuenta este rasgo animal de la lucha intraespecífica. El hombre no enseña inmediatamente el colmillo, ni los gestos agresivos para el amago, con el fin de controlar los medios de producción, las mujeres o el Estado; pero construye, en cambio, discursos con apariencia de oveja para dominar. Los políticos ponen una cara de santos elegidos a la hora de prometer, que no nos queda más consuelo que la ironía, la mejor compañera de los discriminados. Las promesas de libertad, de democracia, de justicia social, etc., suelen esconder oscuras motivaciones e intereses inconfesables.

El discurso ideológico evita, sin embargo, el desgaste de la violencia ejercida sistemáticamente. El mantenimiento de una paz de término medio, es siempre conveniente, pues los costos sociales en muertes, salud, armas y destrucción suelen ser contraproducentes.

El hombre es un animal agresivo, pero como cualquier animal, no está hecho para la guerra: si estuviéramos dotados de algo así como un instinto de guerra, no sería necesario el adoctrinamiento guerrero, escribió Stanislav Andreski en un memorable artículo publicado en 1964, con motivo de un congreso sobre etología. Los militares necesitan la disciplina estricta, la estructuración de sus mandos en jerarquías y la aceptación ciega de un discurso oficial para poder servir a los objetivos guerreros de alguna nación belicosa.

Pasa igualmente con la organizaciones criminales: sus códigos de lealtad exigen algo más que pactos gitanos, aunque sus brazos armados, sus sicarios y jerarcas, sean controlados con drogas y dinero, rara vez mediante discursos estructurados. Algunos grupos de criminales han intentado utilizar la religión, pero son excepciones. Como humanos, a pesar de todo necesitan el discurso para justificarse o legitimar sus modos de vida; por eso para ellos son importantes los narco-corridos, las bandas musicales, la Santa Muerte, la Virgen de Guadalupe y demás expresiones culturales.

Claro está, el ritual y el simbolismo no les son ajenos. Los decapitados, los colgados, las formas de matar, son mensajes codificados contra sus adversarios. Sin embargo, en cuanto el ritual llega a la ejecución, sin quedarse en el simple amago, esto deja de ser violencia intra-específica natural, para pasar a ser otra cosa todavía más extraña. Es ahí donde los límites de la naturaleza han sido rebasados.

Arribamos al terreno de lo innombrable que acaso nos lo aclare, o Dios o por lo menos algún buen sociólogo. 

 

(El autor es escritor y catedrático de la UAN)

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