>Escuchar la palabra “autonomía” puede sugerir que la universidad es un coto aislado, recortado como el campus de Ciudad de la Cultura en la geografía de Tepic. Sin embargo, el modo de ser de la sociedad está de alguna manera representado ahí y no es posible sustraerse a esa realidad.
Los mecanismos de gobierno, los hábitos buenos y malos, las redes de poder que marcan influencias mutuas de dentro hacia fuera y viceversa; las modas, los anacronismos, los prejuicios y las actitudes solidarias; la seriedad y el relajo, la injusticia y la vindicación, la espontaneidad y buena fe de los espíritus utópicos y la malignidad de aquellos que han cultivado intereses, y toda la variedad de posturas, inercias, raptos de iluminación o de pesimismo, coexisten y constituyen el soporte de la vida cotidiana universitaria.
Así late la vida social, cuya expresión no es, en sí misma ni buena ni mala. Simplemente sucede. En la más pura tradición del siempre difamado y malentendido Maquiavelo, esa vida de la especie es objetiva y se impone a la luz del día (aunque, últimamente, ha llegado a colonizar la noche).
¿Qué loco o partida de locos ha soñado, entonces, con una Reforma universitaria? Finalmente los programas fracasan, o sólo son puntos de partida que conducen hacia resultados desconocidos, como las botellas en el mar, cuyos mensajes pueden acabar en el diente de un tiburón miope o en el desconcierto de un caníbal en lejana isla.
Martín Lutero, el gran reformador religioso, hizo, ciertamente, algo de mella a la Iglesia; pero no se negará que esta sigue incólume, echando a perder conciencias un poco más moderadamente que los protestantes, pero igual, con resultados similares y competitivos en estos tiempos globalizadores.
También el iluminismo alentó reformas sociales que acabaron en el cesto burocrático de diferentes instituciones estatales. Benito Juárez combatió, expuso su vida, se apasionó con su suerte de liberalismo criollo, pero hoy vemos a la nueva versión de los conservadores --aparentemente noqueados en el siglo XIX--, dominando, llenos de vida, la escena política de nuestro México lindo.
Se dirá: es que no son hombres, son vampiros. Juárez les hundió la estaca en pleno corazón para eliminarlos y, éjele, resulta que eran inmortales. Resultaron ser, nada menos que los soberanos de la noche que beben la sangre de nuestros sueños para embriagarse de poder.
El yunque, las taras del panismo, las superficialidades ideológicas de Calderón, el positivismo arcaico de los científicos institucionales y los burócratas de ratonera, son los conservadores de ayer, aposentados de nuevo en el reino perdido momentáneamente en la niebla centenaria de la Revolución, aunque con una novedad: han aprendido a hacer las trampas y corruptelas reprochadas, sólo en tiempos de campaña y con hipócrita apasionamiento, al PRI.
El pesimismo no sólo es tentador, sino que dan ganas de adoptarlo como mascota intelectual para promover el relajamiento de los contentadizos, a quienes no les importa que la universidad cambie, siempre y cuando sea después de la jubilación. ¿Para qué cambiar, para qué la Reforma Universitaria, si todo esto ha sido una broma de Javier Castellón para impresionar, en su momento, a la gente de Echevarría Domínguez.
Como dijo un amigo chilango, taxista de profesión, a quien toda invasión de carril se le da con éxito inusual, allá en la selva de concreto que es la ciudad de México: “si no nací ayer”. Tampoco la humanidad es reciente: Larga es su historia como para recaer en ingenuidades. Pero por eso mismo sabemos que la muchedumbre lleva un rumbo y deja en el camino a los inadaptados, a quienes no han sabido leer el código de esa trayectoria: Platón, los humanistas Tomás Moro, Campanella, Pico de la Mirandola, etc.
Si, al final de cuentas, ese rumbo cumple un deseo o un concepto; o realiza una inquietud de alguien (un grupo, una clase social, un carácter étnico), las ciencias sociales están para averiguarlo, sin ingenuidades, es decir, a lo Maquiavelo.
En cuanto a la Reforma, no hablemos de su necesidad, tantas veces discutida, ni de sus lineamientos, ni de la literatura amasada al calor de las discusiones pasadas. Pensemos si se trata de un deseo digno de ser cumplido y apropiado por una mayoría interesada en que nuestra universidad sea capaz, por su vigor, de trascender al menos durante dos o tres siglos, o interesada en que una de nuestras instituciones públicas nos regale, a los nayaritas, un poco de identidad y de reconocimiento en un mundo diverso.
Pensemos, soñemos, pero prolonguemos la luz del día para que los nosferatus queden atrapados en sus propias sombras…
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