>El problema central de la democracia moderna todos lo conocemos en carne propia y se resume en la frase triste, que también todos hemos escuchado o incluso proferido: el gobernante no regresa nunca al pueblo que lo eligió.
La frase describe, por desgracia, una regla implacable que se cumple con una precisión matemática en la vida pública de todos los días. Y, entonces, tendemos a creer en el discurso moralista que se amarga la vida hablando de estos tiempos de corrupción y de la plaga en que se han convertido los políticos profesionales. Algo hay de eso, por supuesto. La cuestión ética es quizá la más importante, pero hay una razón estructural de fondo que convierte a la democracia moderna en generadora de corruptos profesionales y no de bienestar colectivo, misma que conviene analizar de forma cuidadosa.
El quid de la cuestión estriba en que la democracia moderna, esa que nació del aniquilamiento de la monarquía, es decir, de un sistema de representación de sangre (no de ciudadanía), está centrada en el político, no en el ciudadano. En este sentido, la constitución de autoridad, es decir, de institucionalidad, ha dependido de la figura personal del representante, como ya en los comienzos del estado moderno lo simbolizó Napoleón al coronarse así mismo para demostrar lo poco que la sociedad humana había cambiado pese al supuesto espíritu democratizador de la revolución francesa, tan cara en muertes y esperanzas.
La autoridad institucionalizada a partir de un sistema basado en la figura profesional del político, es una autoridad unilateral, cerrada, unidimensional, jerarquizada, como la del antiguo rey, con la única diferencia, básicamente, en que la del rey es vitalicia y la del político es sencillamente transitoria. Esta transitoriedad, sin embargo, no es menor ni menos problemática por ello. Todo lo contrario: esta es la que ha obligado, precisamente, al político, ha profesionalizarse, a convertir en profesión ese modo de vivir a costa de la cosa pública, legitimado, no por una cuestión de sangre como antaño el rey y la nobleza, si no por una suma de papeles: los votos.
El principio que determina, explica e ilustra la condición estructural de que la democracia moderna configura su institucionalidad a partir de la centralidad del político, significa que opera bajo la lógica del “dame tu voto y te devolveré simulación”. No puede ser de otra manera ante la falta de conexión real entre el representante y el representado.
En los últimos cincuenta años, la sociedad ha sido demasiado creativa al ensayar estructuras de participación encaminadas a disolver esa distancia, sin lograrlo, pues una y otra vez todas las figuras creadas, entre ellas los famosos comités de acción ciudadana, son luego absorbidas por el monstruo implacable del clientelismo y la simulación, por un lado, y por el protagonismo personal del político profesional por el otro: las dos caras de una realidad pública insoluble. La democracia representativa se nos aparece como una trampa que cierra el paso a la ciudadanía en forma sistemática, sin darle oportunidad de revisar las acciones de los gobernantes electos.
Ahora bien, si no se atiende la naturaleza unilateral, cerrada y vertical de la autoridad generada en un sistema centrado en el político, todas las alternativas de arribar a una verdadera democracia participativa estarán condenadas al fracaso. ¿Pero qué hacer para constituir autoridades bilaterales, abiertas, bidimensionales? O lo que es lo mismo, ¿cómo construir un sistema democrático centrado en el ciudadano? La fundación del Grupo Nayarit, incipiente sociedad de participación ciudadana, intenta afrontar este reto. La mayoría de los que asistimos a su fundación el pasado lunes 30 de enero, realmente no sabemos qué hacer para enfrentar ese desafío universal, presente en todas las democracias modernas; pero sí sabemos lo que NO debemos hacer: que el grupo termine en un membrete que aliente protagonismos y clientelas políticas; es decir, que termine convirtiéndose, precisamente, en lo que desea combatir.
Por lo pronto, el paso que se ha dado es interesante. El grupo está compuesto por simpatizantes e, inclusive, militantes de todos lo partidos, aunque también por gente que se mantiene al margen de ellos. Es plural y, como alguien lo comentó en la reunión, “es un grupo que pretende ser apartidista, pero no apolítico”. El objetivo político general es, en efecto, disminuir la brecha entre representantes y representados; reformar la autoridad y, por ende, las relaciones institucionales entre gobernantes y gobernados, y comunicar los deseos ciudadanos con las acciones efectivas de las autoridades electas. No es un grupo creado para atacar a la autoridad, sino para transformarla con participación, análisis y una extraordinaria dosis de buena voluntad. ¿Quién más acepta el desafío?
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