- Mayo 17, 2012
>El 12 de mayo de 2006, un fiscal acusó al científico Hwang Woo Suk de malversar fondos por más de 19 millones de dólares, luego de que se estableció como fraudulenta la investigación que el surcoreano realizaba sobre la clonación a partir de embriones humanos. Esa fue, quizá, la noticia sobre embuste científico más grande de los últimos tiempos, conocida gracias al alcance de los recursos mediáticos disponibles hoy en el mundo.
La mentira en ciencia es, sin embargo, bastante común. Se volvió más frecuente a partir de los siglos XVIII y XIX, cuando esta institución del saber moderno incrementó su prestigio gracias a sus éxitos, sobre todo en el campo de la medicina y la física.
A la colocación de la ciencia en el centro copernicano de la cultura occidental, le acompañó el surgimiento de una meritocracia dispensadora de trozos de gloria para los laboriosos cultivadores del conocimiento (que muchas veces no son tales, por desgracia, en especial en nuestras latitudes). Así, los premios, becas y reconocimientos oficiales llegaron a convertirse en sistemas ceremoniosos de culto al talento dedicado, entre sacrificios monacales, a la investigación científica. Esto es justo. Pero también ha dado pie a muchos casos, —tristes unos, cómicos o tragicómicos otros—, que han engrosado la lista del fraude científico y académico, tanto en países desarrollados como en subdesarrollados. Los más lo han hecho ávidos de fama; los menos por dinero, como ocurre con los estudios socioeconómicos y, ahora, ambientales, para justificar la construcción de grandes obras de ingeniería, como puentes, carreteras, presas y demás.
Sin ir tan lejos, en Nayarit, se han llegado a pagar millones de pesos a “científicos sociales” por establecer datos falsos como ciertos, con el fin de justificar la ejecución de las obras. Hace días, por ejemplo, un candidato a diputado por el PRD dijo, preocupado, que se construirá en nuestro estado la Presa de las Cruces, a sabiendas de que la obra provocará el desecamiento de nuestras marismas. Y por supuesto, no faltará quien se encargue de un estudio ad hoc, es decir, “a modo”, para justificar su ejecución, a cambio de dos, tres millones de pesos a favor de su cuenta bancaria personal.
Grandes revistas científicas como la famosa Sciencia, una de las más serias del mundo, han sido engañadas por investigadores que, por un lauro efímero, han aplicado más rigor en mentir que en la búsqueda de la verdad. E igualmente, por aquello del “mal de muchos”, han sido víctimas del fraude las no menos prestigiosas The Lancet y la de medicina The New England Journal of Medicine.
El citado surcoreano de las células madre, no fue el primero en ver cara de bobo a los miembros del arbitraje editorial y científico de revistas de ese nivel, que se supone consta de puros genios. Como escribe Santiago Tarín en su “Viaje por las mentiras de la Historia Universal”, muchos han inventado cómo utilizar la sal de frutas para prevenir la cirrosis, describiendo estrictos protocolos de investigación, pero rellenados con datos fraudulentos. Jon Subdo, como algunos otros, fue también capaz de convencer a los especialistas sobre los resultados de su “investigación” acerca del uso de los desinflamatorios comunes (ibuprofeno, naprofen y otros) para reducir el riesgo de cáncer en la boca. Embuste sofisticado.
En Alemania, alentado por la estrafalaria teoría de la raza aria, Hitler creó un instituto científico dedicado a buscar métodos para conservar la pureza racial de los blancos, en tanto que la búsqueda del “eslabón perdido” condujo, en muchas partes del mundo, a decenas de hallazgos espectaculares acerca del antepasado clave que servía de supuesto intermediario evolutivo entre los humanos y las bestias, como el famoso hombre de Pitdown, que resultó ser el pegue de una quijada de orangután con la de un hombre desconocido, envejecidos químicamente con dicromato de potasio, según cuenta Tarín.
Pese a todo, la ciencia es hasta el momento la institución humana más confiable. Si se compara con las iglesias, el estado, la corte y los medios de comunicación, la diferencia es abismal. La ciencia surgió, precisamente, para garantizar la confiabilidad pública de sus teorías. Su método “neutral” y “objetivo” responde de manera primaria a un imperativo ético, antes que a cuestiones epistemológicas. Si es imposible para cualquiera detentar la neutralidad y objetividad absoluta, es demasiado fácil y normal, en contraste, enamorarse de las creencias e hipótesis. La importancia de la honestidad científica se vuelve, entonces, vital. Es el ingrediente más importante en ciencia, precisamente porque nadie tiene de su lado la garantía de la verdad.
El hombre se ha convencido de que el acto de mentir es normal en sociedad. Se miente en todas partes. Es inevitable. Esos son los hechos. Pero no hay que escandalizarse. Algunos psicólogos sociales definen el acto de mentir como producto de una competencia social, cuya función es, paradójicamente, mantener la comunicación: la verdad suele meter demasiado “ruido”, entendiendo esta palabra tanto en su sentido coloquial como en el técnico, es decir, como interferencia que afecta a un proceso comunicativo. Pero la mentira es, por su parte, factor determinante de muchas injusticias. El reto de la sociedad humana es, entonces, cómo hacer que la verdad deje de ser precisamente factor de ruido, pues también sabemos que entre más autoritaria y jerarquizada una sociedad, más intolerante e impermeable a la verdad se vuelve. Se tiende a ocultar más información y, sobre todo, a penalizar su uso. La honestidad científica y la racionalidad que implica, es pues la clave de una sociedad mejor: no es asunto exclusivo de escuelas y universidades, sino de la familia, del gobierno y, sobre todo, de la política.
Libros Recomendados:
Tarín, Santiago. "Viaje por las mentiras de la historia universal". Norma, Colombia 2008.
Martínez Selva, José maría. "La psicología de la mentira". Paidós, México 2006.
El autor de este artículo, Salvador Mancillas, es escritor y catedrático de la UAN
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