>El ambiente natural de las sociedades humanas es el malentendido y la discordia. Decía un viejo hermeneuta alemán que la utilización de un lenguaje común crea la ilusión de que nos entendemos unos a otros. Como usamos las mismas palabras, caemos con facilidad en el error de creer que todos pensamos igual, cuando a menudo ocurre lo contrario.
Cuando una mujer le dice a su esposo: “cariño, ¿vas a ir hoy a ver el futbol con tu compadre?”, literalmente entendemos la pregunta, pero no podemos saber qué es lo que está pensando exactamente al hacerla, aunque estemos “entrenados” para adivinar la intencionalidad de quien habla.
Equivocarse en este aspecto puede ser origen de malentendidos y conflictos. Quizá la mujer que hace la pregunta asocia el futbol a las borracheras del marido y, entonces, está molesta; o se le ha ocurrido hacerle un encargo de alguna tienda que está al paso del estadio (pero evita pedírselo directamente por temor a una reacción negativa); o piensa pedirle que lleve a ella y a sus hijos al futbol (aunque el marido tenga la costumbre de pasarla, en estos casos, sólo con sus amigos), o simplemente intenta agarrarlo en una mentira al sospechar que le es infiel, (y que finge, por tanto, ir al futbol, para ir en realidad con la amante, etc.).
Como dice un viejo refrán, “hay muchos motivos para ir a la iglesia, además de ir a misa”. La intencionalidad distorsiona el sentido inmediato de las palabras expresadas, de ahí que el venerable San Agustín afirmara, en contra de Aristóteles, que no puede haber equivalencia exacta entre lo que se piensa y lo que se dice.
En la vida diaria hacemos un esfuerzo de interpretación más o menos espontáneo para comprender bien lo que piensa el otro al decir algo. Nuestro cerebro ha sido dotado evolutivamente para “adivinar” el pensamiento de nuestros interlocutores en una complicada hermenéutica conversacional. Para verificar lo que creemos que piensa el otro, trazamos, regularmente, unas coordenadas de referencia, —fundamentales y más o menos espontáneas. Así, nos atenemos a 1: el sentido básico y convencional de las palabras (por eso damos importancia al registro u objetivación del lenguaje, sea en la escritura o en las grabaciones electrónicas. Es un recurso de verificación más efectivo que la memoria), 2: a las contradicciones e inconsistencias referenciales del emisor (que haya o no correspondencia entre lo dicho y lo mentado), y 3: al conocimiento empírico de la personalidad del hablante, esto es, al historial conductual que sirve de base para juzgar el carácter del personaje en cuestión.
Estos tres elementos son básicamente los mismos elementos utilizados en el ámbito judicial, aunque aquí su aplicación es, desde luego, más sistemática, “técnica” e "institucionalizada".
En política también utilizamos estas "coordenadas referenciales" para guiar el juicio, sólo que el poder materialmente las complica, (sobre todo en los sistemas autoritarios). Por lo común, la autoridad juzga, pero no tolera que se le someta al mismo proceso crítico, que es común en la vida diaria. Procura que sus discursos no digan nada, o sólo generalidades, para evitar el escrutinio. Así, por ejemplo: A) habla de hazañas, o de grandes obras, o de importantes y hasta de “históricas” iniciativas, (lo que vuelve narcisista a su lenguaje). B) Busca la adherencia de los receptores, eludiendo, en lo posible, compromisos de su parte (es un lenguaje de afirmación del poder). Y C): pinta un mundo maniqueo en donde los buenos y justos son representados por él y los malos son, por supuesto, aquellos que cuestionan su narcisismo y que se muestran rebeldes a adherirse “a su proyecto político”.
Claro está, este esqueleto semántico que constituye las condiciones de posibilidad de todo discurso del poder, es disimulado al máximo con la utilización de muchos recursos típicos: antes, trataba de ocultarse en el lenguaje florido de los demagogos; pero ahora, caída en el descrédito la exuberancia retórica, se prefiere un lenguaje coloquial, “más cercano a la gente”, dejando su reafirmación e imposición social a la mercadotecnia y a los recursos audiovisuales ampliamente difundidos.
Pero al final de cuentas, la jerga de los políticos no tiene secretos. No está diseñado para producir más sentido que el de la perpetuación de un orden o régimen unipersonal. Debe su consistencia discursiva, no a sus “propiedades semánticas”, sino a los recursos de imposición disponibles, a la retórica tecnológica y mediática, al uso de lemas, emblemas e íconos personalizadores, (y en último extremo, al uso de la policía).
Es un discurso que no resiste el más superficial análisis, por ejemplo, en A): ¿Para qué hablar de hazañas, grandes obras e iniciativas históricas? ¿No es obligación de los gobernantes hacer obras socialmente pertinentes? En B) ¿No se supone que los votos demuestran la adherencia mayoritaria, y que sólo debe confirmarla con el cumplimiento de las expectativas generadas en campaña electoral? Es decir, ¿No resulta contradictoria esa inseguridad, esa necesidad de confirmación constante de la adherencia, cuando se presume propagandísticamente como “extraordinario” o como “creador de hazañas y obras acertadas”? Y en C) ¿No es la democracia todo lo contrario a la idea de un mundo maniqueo, donde el gobernante debe tener la capacidad —y la obligación— de armonizar los intereses de mayorías y minorías?
Hacer análisis del discurso y la jerga política es aburrido. Con el apoyo de la pura intuición podemos desnudarlo. Es mejor esperar el surgimiento de un discurso político con un esquelético semántico diferente, más apropiado al mundo complejo y difícil que nos ha tocado vivir. Pero en nuestras sociedades, las buenas intenciones y las buenas expectativas terminan por naufragar en el inmenso mar de los malos entendidos, cuyo ambiente es propicio para las pirañas de la discordia.
Fotografía: Archivo
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